Wednesday, June 25, 2008

"Los intereses, duros y porfiados, en ocasiones ceden. Las pasiones nunca.” Sabiduría popular


ROSARIO.- Como un daguerrotipo del grafiti de hace cuarenta años en las paredes de París, los argentinos corporeizamos y protagonizamos en estos días la negación de aquel anhelo juvenil. En el poder político de nuestros días, en el poder institucional argentino, la imaginación –como lo dice un inciso de un artículo de nuestro Código Civil– es un “ausente con presunción de fallecimiento”. No se ejerce, porque no puede ejercerse lo que no se tiene. Vale la pena analizarlo. Un país prácticamente parado durante meses a consecuencia de una medida inconsulta hubiera merecido, de cualquier gobernante con dos dedos de frente, su rectificación. Hay que tener el mínimo sentido común de observar la realidad tal cual es y de imaginar el inmediato futuro.

Imaginar el inmediato futuro en virtud de las acciones que estamos dispuestos a realizar no es una proeza mental o intelectual, es el piso mínimo sobre el cual se asienta la razonabilidad. Desde luego, y con mayor razón, poseer la capacidad de observar sin anteojeras los efectos no deseados de una decisión que hemos tomado. No se necesita ser Disraeli ni Hipócrates, es decir, un formidable político o un médico excepcional, para saber que ciertas acciones, como ciertos medicamentos, tienen o pueden tener efectos colaterales contraproducentes. La buena medicina, como la buena política, exige rectificar el error.

Todos los seres humanos somos paradojales. Pese a su coherencia lineal, los esquemas ideológicos que ensangrentaron el siglo XX y que imaginaban un ser humano inexistente fracasaron estrepitosamente como sistemas políticos. Pero continúan con vigor, como rastrojos envenenados, en las cabezas de muchos. Hay una resistencia visceral a aceptar la realidad en esta especie. Los psiquiatras y los psicólogos conocen esta mentalidad que niega lo que es y lo reemplaza por su ensoñación. Existe un libro clásico de Mircea Eliade, Mito y realidad, que podría servir de texto para entender el comportamiento de los que gobiernan la Argentina en nuestros días. Tal vez, la llave que abra la caja fuerte del entendimiento esté en el pasado biográfico de los protagonistas.

Pertenecen a una generación que no creía en las instituciones democráticas. Que consideraba la intermediación un recurso traidor. Habiéndolos leído o sin leerlos, adherían a autores franceses e italianos que, a fines del siglo XIX y comienzos del XX, pensaban que la realidad política pasaba por la acción directa, por el puro activismo y que todo diálogo era traidor a la idea que los devoraba: la inmediatez. Los hijos legítimos de esos pensadores fueron el comunismo ruso, el fascismo italiano y el nazismo alemán. No fue la propiedad privada lo que los diferenció, sino el desprecio por los métodos de entendimiento civilizado lo que los unió. La síntesis que serviría como contraseña unificadora es la frase de Mao: “La verdad está en la boca de los fusiles”.

Los que hoy gobiernan nuestro país pertenecen a esa generación del 70. Se formaron intelectualmente y emocionalmente alrededor de esas ideas. Tendríamos que agregar otro elemento que no sólo forma parte de sus estructuras vitales, sino que da la clave de sus actitudes presentes, aparentemente extrañas. Los dos referentes principales, en su momento, no formaron parte del grupo combatiente. Eso les ha dejado un territorio de nostalgia o de culpa, y muchos años después –en nuestros días– imaginan saldar una deuda con el pasado que no encarnaron en primera persona con actitudes de valentía y reivindicación. Visten las ropas de la hora y se prueban y exhiben los distintos modelos republicanos, pero debajo de los afeites, reaparece la adhesión pasional a un pretérito en el cual no estuvieron, pero que hubieran deseado representar.

Aparte de paradojales, las vidas humanas, todas, son sinuosas. Ortega y Gasset señala que la tarea de vivir, como un río de acciones y omisiones cotidianas, va cavando su cauce y en el transcurso de los días encontrando escollos que forzosamente debe sortear. Ese, concluye, es el sino de toda vida y los meandros del sorteo vuelven esa línea originariamente recta en una sucesión de curvas. Para poder clasificar y calificar esa vida se hace necesario evaluar su constante. Como en un cuadro estadístico, el promedio entre los puntos extremos.

Si tuviéramos que hacer algo similar con la generación que nos gobierna, concluiríamos en decir que son fieles representantes del grupo que en su momento soñó con utilizar a Perón para sus delirios subversivos. El anciano general no perdió con los años el formidable talento de manipular personas sin dejarse manipular. La expulsión de la Plaza de Mayo, se les nota, todavía les duele, y aunque sea un sarcasmo, más que una paradoja, para todo aquel que quiera observar sin prejuicios aparece no sólo el fastidio hacia el creador del justicialismo, sino el inextinguible rencor.

Toda realidad es parcial, incluso este análisis. Pero el impulso originario que los configuró, el troquel pasional totalitario que los acuñó para siempre, sigue vivo y seguirá vivo. La incapacidad visceral para el diálogo, para la discusión, para el intercambio de opiniones está demasiado presente como para no ser estruendosamente visible. El fenómeno totalitario contemporáneo es una creación del siglo XX que continúa lozano en nuestros días y que no tiene correlato con fenómenos despóticos de otras épocas. Aparentemente contradictorio: es la cultura de la incultura. Como toda cultura, aunque sea nefasta, es una manera de pensar, pero fundamentalmente es una manera de vivir y de ser. Las tablas de valores de la civilización republicana y democrática les son ajenas. Las verbalizan, las manipulan, las invocan, pero no las sienten ni las viven.

Si aplicamos la lupa de este análisis a la prueba testigo del conflicto del campo, como si estuviéramos en un inmenso laboratorio protagonizando un trabajo práctico, podríamos dictaminar con precisión que cada una y todas las marchas y contramarchas del problema evidencian dos civilizaciones o dos culturas en pugna.

Un demócrata que hubiera tomado una medida que es capaz de generar un problema mayúsculo hasta el punto de producir los efectos que todos sufrimos volvería sobre sus pasos, aunque tuviese razón o razones valederas. Porque el demócrata –como el buen cirujano– sabe que el método se mide por los resultados. No hay, no existen técnicas quirúrgicas que maten a todos los pacientes o agraven inexorablemente su enfermedad.

La otra cultura, o anticultura, que es la que respira y practica el Gobierno, tiene la máxima de Abraham Maslow como divisa: “Para el que tiene solamente un martillo como instrumento, todo lo que ve se parece a un clavo”.

Rene Balestra
El autor es profesor universitario, director del doctorado en Ciencia Política de la Universidad de Belgrano.

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